Daron Acemoglu y James Robinson, autores del célebre libro Por qué fracasan los países, se inspiraron en la llamada “primavera árabe”, una rebelión popular iniciada en Túnez en 2010, que se extendió por dos años provocando la caída de varias dictaduras en la región e inestabilidad política en otras.
A estos expertos en desarrollo, esa revuelta popular les pareció irrefutable. Con temeraria convicción populista, escribieron: “En este libro, defenderemos que los que están en lo cierto son los egipcios de la plaza de Tahrir, y no la mayoría de los teóricos y comentaristas. De hecho, Egipto es pobre precisamente porque ha sido gobernado por una reducida élite que organizó la sociedad en beneficio propio a costa de la mayor parte de la población”. Inequívoco aire de familia con el estrato culpabilizado en estos lares.
Con la candidez de la teoría de la modernización de los años sesenta del siglo pasado, los autores mencionados postularon una explicación universal del descalabro de las naciones. Dictaminaron que fracasan porque quedan prisioneras de élites extractivas, a diferencia de los países desarrollados que se libraron de ellas. Cautivados por la primavera árabe, vieron en ese suceso una confirmación de su tesis acerca de los buenos y los malos países. Así como los ingleses y los norteamericanos hicieron revoluciones para sacudirse el yugo opresor, los árabes que copaban las plazas estaban forjando su liberación. De aquí a preguntar por qué fracasó la Argentina y cómo podría remediarlo hay solo un paso. Pero la cuestión es más ardua. No se resuelve solo haciendo los deberes que mandan Acemoglu y Robinson.
Por empezar, la primavera árabe nunca cumplió su promesa de liberación y, en varios casos, produjo lo contrario, reforzando dictaduras o dando lugar a movimientos extremistas. Francisco Carrión, corresponsal durante más de una década del diario español El Mundo en Egipto, escribió recientemente sobre la revuelta regional: “Trece años después nada ha cambiado porque los problemas estructurales de esos países siguen sin resolverse: despotismo, injusticias sociales y corrupción. A la vieja herida de esa región, el conflicto palestino-israelí –ahora reavivado– se suma una élite política y económica renuente al cambio, amplias capas de la sociedad manipulables y un aparato de seguridad represor”.
¿Después de evidencias de este tipo, se pueden seguir considerando actores decisivos a los manifestantes en las plazas o, más recientemente, a los escribas en X? Las multitudes adictas en la calle y las imágenes apologéticas en las redes convencen a sus destinatarios de que el pueblo no se equivoca, que los errados, como sostuvieron Acemoglu y Robinson, son los teóricos y los comentaristas. En este juego, el éxito o la derrota se definen por magnitudes: de personas por metro cuadrado en los espacios públicos y de retuits y likes en las redes. Una nueva versión de quién tiene el pene más largo, deporte que practican los woke y los ultraderechistas con el mismo entusiasmo.
Las élites extractivas de los expertos en países fracasados y exitosos son lo más parecido a la casta de Milei. Según ellos, empobrecen a los pueblos, debilitándolos como los parásitos a los cuerpos, hasta postrarlos. Acaso el éxito original y fulminante del líder libertario se cifre primordialmente en esto: convencer a la mayoría de que, con una sola excepción, los gobiernos anteriores al suyo, durante casi un siglo, se asociaron y favorecieron a élites extractivas que destruyeron el país.
Y tal vez el fracaso resida en no cumplir la promesa de acabar con esas élites, designadas como “la casta”. Triunfa el líder porque la descubre y la enjuicia; caerá si no cumple la profecía de La Renga, su amada banda, que dice: “Yo soy el rey y te destrozaré”. Lo suyo es destrucción o muerte. Solo él y Menem tuvieron razón en la aldea; solo él y Trump la tienen ahora en el planeta. Son ratas los opositores a la verdad absoluta que enarbola, a los que está obligando a responder con el mismo método, porque la sucesión de los hechos les demuestra que, aunque quieran colaborar, no se librarán del destino de los roedores.
Sin embargo, con el 53% de pobres por ingresos nadie está libre de pecado. Ni Milei, por cierto, que contribuyó con 11 puntos a ese vergonzoso porcentaje. Tal vez ayude parar la pelota e ir más allá de X, la calle y el estrés de la guerra diaria, sin reglas, que propone el Presidente, para preguntar, una vez más, por los factores estructurales que si no se removieran convertirán cualquier primavera, la de los libertarios o los universitarios, en algo efímero que la historia relatará como un fracaso más. El interrogante que debe orientar la búsqueda, coincidimos en esto con Acemoglu y Robinson, es por qué Argentina se volvió tan pobre en cuatro décadas, bajo un sistema que a priori debía ser institucionalmente sano.
Las razones de la pobreza son complejas y dividen a los expertos. Si hubiera que encontrar un consenso mínimo en este debate, diríamos, de manera estilizada, que la mayoría de los que polemizan están de acuerdo en un punto: el equilibrio macroeconómico es una condición para acabar con la pobreza. Es coherente, debido a que los ingresos se deterioran con la inflación, que es la causa más nítida que lleva a las familias a esa situación. El disenso empieza porque el Gobierno cree que la macroeconomía sana es una condición necesaria y suficiente, mientras los objetores la estiman solo necesaria.
El desarrollo integral, a mediano y largo plazo, y la forma en que se hace política están relegados en este debate, enfocado en la coyuntura y en el que participan en mayor medida economistas, postulados como bomberos de un incendio homérico. Para contribuir con ellos en esta tarea, probablemente imposible, concluiremos con una convicción y una sugerencia sobre la Argentina, aportadas por el intelectual mexicano Moisés Naim, en una entrevista imperdible que le efectuó la periodista Astrid Pikielny en La Nación.
La convicción es que en un país que registra “una larga historia política de goles en contra”, el estilo de Milei resulta insostenible; la sugerencia es “que haya un gran acuerdo nacional en donde se escojan cuatro, cinco, seis grandes objetivos de Estado, donde ninguna de las fuerzas se aproveche de ello, donde haya mecanismos de control, donde las alianzas sirvan como unificación de un esfuerzo nacional”, que motive y vaya mostrando resultados.
Esta puede ser, con luces y sombras, la base del buen gobierno al que deberíamos aspirar, cuando termine la guerra banal que nos desangra.
Fuente: Perfil.